Se sacó el lápiz incrustado en el rodete, el
pelo cayó como en cámara lenta rozándole los hombros, el bretel de su corpiño,
cubriendo su nuca nacarada y quedando suspendido el sorbo del café, él trató de
hilvanar la primera frase que le permitiera acercarse a la mujer que le daba la
espalda en la otra mesa del bar. Luchó con su ansiedad y los cuarenta y tantos.
Fingió disimulo al ver su propio reflejo en el vidrio de la ventana. Hizo
añicos el sobrecito vacío del azúcar dejando desperdigados los granitos blancos
y pegajosos al lado del expreso. Buscó
juntarlos haciendo un efecto de escobilla hacia el borde del cuadrilátero de
madera y mientras le caían en la mano sudada se acordó de su madre con el
pañuelo atado a la cabeza limpiando con un trapo una y mil veces la mesa
después de almorzar. Ella le faltaba hacía un tiempo que de largo daba la
impresión de no poder calcularlo con certeza. La “vieja”, fregona e italiana,
acostándose a deshora y levantándose a la madrugada. Siempre había algo para
remendar, una prenda que lavar, un mate que cebar, una cabeza que peinar. A
los dos viejos se los llevó el barba sin pedir permiso, parecía que los
levantaba en el aire con una polea invisible hasta el cielo. Los dos de un infarto cuando dormían. Como
dos santos que se habían puesto de acuerdo en el cómo pero no en el cuándo. El
tano en el '86. La “mama” hacía tres
duros años, desde que los pájaros en el patio de la casa familiar ya no
cantaban desgañitándose de algarabía, desde que la Santa Rita[1]
se había empezado a secar.
Sumido
en su recuerdo, volvió en sí cuando miró otra vez ese pelo suelto graciosamente
ondulado mientras la silla vacía y la ausencia de una mano que tomar al otro
lado de la mesa martillearon su cabeza una vez más. Por un momento sintió el
pensamiento embarazador “— ¿A quién engaño? —“. Era cómoda la soledad, pero
también era cruel. En ese mismo instante tuvo el flash: la escena de una
película argentina. Pidió la cuenta y la de la señorita. Bastó un microsegundo para que se abriera el diálogo con su inquisidor estrella: ¿Y si ella no sabía bailar la
cumparsita? No importa, le enseñaría en cualquier tarde de risas en el patio de
su casa, entre las macetas de las begonias y los malvones que había que regar.
¿Y si era hippie y creía en el amor libre y las relaciones abiertas? Él
camuflaría su colegio privado y su diploma de honor y no se dejaría amedrentar
esta vez por la naturaleza femenina indómita. ¿Y si no sabía planchar pañuelos
en cuatro? Él compraría pañuelos descartables tan en boga en estos tiempos del "úselo y tírelo". ¿Y si sólo
cocinaba cosas crudas o quemadas? Tantos años solo, le daba lo mismo cocinar
para uno o para dos. ¿Y si vivía en la Recoleta ? Después de las horas sin luz natural
pasadas en el estudio, podía ahora resignar el inculcado valor de la austeridad
y dedicarse a una mujer de alto
mantenimiento. ¿Y si era de Acuario con ascendente en Piscis? No importaba, ya
no importaba… Ella se dio vuelta y lo miró directamente a los ojos. No hubo
Cupido alcoholizado ni ataque de pánico. Hubo dos sonrisas que entablaron
conversación hasta las diez y salieron juntas
a la vereda calle abajo.
Y
esa noche, la soledad, sentada en el bar, fingió disimulo al ver su propio
reflejo en el vidrio de la ventana.